quarta-feira, 17 de julho de 2013

MANIFESTACIONES EN LAS CAJES POR TRINIDAD

Erosión del sentido de la vida y las manifestaciones de la calle
Leonardo Boff, teólogo


"Podemos ser una de las últimas generaciones que habiten este planeta."

Poco a poco va quedando claro que las manifestaciones masivas de la
calle que han ocurrido en los últimos tiempos en Brasil y en todo el
mundo, expresan más que reivindicaciones puntuales, como una mejor
calidad del transporte urbano, mejor sanidad, educación, empleo,
seguridad y el rechazo a la corrupción y a la democracia de las
alianzas apoyadas por negocios trapaceros. Fermenta algo más profundo,
diría casi inconsciente, pero no menos real: el sentimiento de una
ruptura generalizada, de frustración, de decepción, de erosión del
sentido de la vida, de angustia y miedo ante una tragedia
ecológico-social que se anuncia por todas partes y que puede poner en
peligro el futuro de la humanidad. Podemos ser una de las últimas
generaciones que habiten este planeta.

No es extraño que el 77% de los manifestantes tengan estudios
superiores, es decir, son gente capaz de sentir este malestar del
mundo y expresarlo como un rechazo a todo lo que está ahí.

Primero, es un malestar frente al mundo globalizado. Lo que vemos nos
avergüenza porque significa una racionalización de lo irracional: el
imperio norteamericano decadente para mantenerse necesita vigilar a
gran parte de la humanidad, usar la violencia directa contra quien se
opone, mentir descaradamente como en la motivación de la guerra contra
Iraq, irrespetar cualquier derecho y las normas internacionales, como
el “secuestro” del presidente Evo Morales de Bolivia, que han hecho
los europeos, pero forzados por las fuerzas de seguridad
estadounidenses. Niegan los valores humanitarios y democráticos de su
historia que inspiraron a otros países.

Segundo, la situación de nuestro Brasil. A pesar de las políticas
sociales del gobierno del PT que aliviaron la vida de millones de
pobres, hay un océano de sufrimiento, producido por la favelización de
las ciudades, por los bajos salarios y por la ganancia de la máquina
productivista de estructura capitalista, que debido a la crisis
sistémica y a la competencia cada vez más feroz, sobreexplota la
fuerza de trabajo. Sólo para dar un ejemplo: la investigación
realizada en la Universidad de Brasilia entre 1996-2005 encontró que
cada 20 días se suicidaba un empleado de la banca debido a las
presiones por metas, exceso de tareas y pavor al desempleo. Y no
hablemos de la farsa que es nuestra democracia.

Me valgo de las palabras del sociólogo Pedro Demo, profesor de la UNB,
en su Introducción a la Sociología (2002): «Nuestra democracia es la
representación nacional de una hipocresía refinada, llena de leyes
bonitas, pero hechas siempre en última instancia por las élites
dominantes para que les sirva a ellas de principio a fin. El político
se caracteriza por ganar bien, trabajar poco, hacer negocios turbios,
emplear a familiares y parientes, enriquecerse a costa del erario
público y entrar en el mercado desde arriba … Si ligásemos democracia
con justicia social, nuestra democracia sería su propia negación» (p.
330, 333). Ahora entendemos por qué la calle pide una profunda reforma
política y otro tipo de democracia donde el pueblo quiere codecidir
los caminos del país.

Tercero, la degradación de las instancias de lo sagrado. La Iglesia
Católica nos ha ofrecido grandes escándalos que han desafiado la fe de
los cristianos: sacerdotes pederastas, obispos e incluso cardenales.
Escándalos sexuales dentro de la Curia Romana, el cuerpo de confianza
del Papa. Manipulación de millones de euros en el Banco del Vaticano
(IOR), donde los altos eclesiásticos se aliaron con mafiosos y
millonarios corruptos italianos para blanquear dinero. Iglesias
neo-pentecostales en sus programas de televisión atraen a miles de
fieles, usando la lógica del mercado y transformando de la
religiosidad popular en un negocio infame. Dios y la Biblia se ponen
al servicio de la disputa mercadológica para ver quien atrae más
telespectadores. Hay sectores de la Iglesia Católica que tampoco
escapan a esta lógica, con el espectáculo de misas-show y
sacerdotes-cantores con su autoayuda fácil y canciones melifluas.

Por último, no escapa al malestar generalizado la difícil situación
del planeta Tierra. Todos se están dando cuenta de que el proyecto de
crecimiento material está destruyendo las bases que sustentan la vida,
devastando los bosques, diezmando la biodiversidad y causando
acontecimientos cada vez más extremos. La reacción de la Madre Tierra
está dada por el calentamiento global, que sigue subiendo, si llegase
en las próximas décadas a 4-6 grados Celsius más, por el calentamiento
abrupto, podría diezmar la vida que conocemos y hacer imposible la
supervivencia de nuestra especie, desapareciendo nuestra civilización.

Ya no podemos engañarnos a nosotros mismos, cubriendo las heridas de
la Tierra con esparadrapos. O cambiamos de rumbo, manteniendo las
condiciones de la vitalidad de la Tierra, o el abismo nos espera.

Como insiste la Carta de la Tierra: «Nuestros retos ambientales,
económicos, políticos, sociales y espirituales, están
interrelacionados», esta interconexión real, aunque en parte
inconsciente, lleva a las calles a miles de personas que quieren otro
mundo posible y necesario ahora. O aprovechamos la oportunidad de
cambiar o no habrá futuro para nadie. El inconsciente colectivo
presiente este drama, de ahí el grito de la calle pidiendo cambios. Si
no atendemos sus exigencias, se puede retrasar la tragedia, pero no
podremos evitarla. El tiempo de escuchar y actuar es ahora.

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